Algo de divino deberá tener el aceite de oliva cuando con él nos ungen al llegar a la vida, en el bautismo, y con él nos despiden cuando está próxima a partir la nave que nunca ha de volver, que diría Antonio Machado, posiblemente tras una meditación frente a los olivares de Baeza.
También a los reyes los ungen, desde que Jacob derramó aceite de oliva en la piedra que le había servido de cabecera en su sueño celestial, según el Génesis, consagrando de esta forma su relación con la presencia divina ungiendo la piedra donde se quedó dormido, del mismo modo que habrían de ungir a los reyes y sacerdotes hebreos y más tarde a los visigodos.
El Corán, por su parte, nos dice en la azora XXIV,35 sobre el único aceite que debe ser llamado como tal, el de oliva: “El aceite es tan limpio que resplandece, aunque no lo toque ningún fuego“, aludiendo lejanamente a los ciudadanos de Atenas que prefirieron el olivo de Atenea al caballo de Poseidón, árbol aquel del cual extraían el aceite para dar luz a la llama sagrada de los dioses.
Por tanto, si con aceite nos ungen cuando venimos y cuando nos vamos de la vida, justo es que con el mejor aceite de oliva virgen extra se santifique el alimento que nos mantiene en ella: el divinizado pan nuestro de cada día.
El pan y el aceite son junto al vino el triángulo que delimita toda una filosofía cultural tan antigua como nuestra civilización, tan presente y tan constante como el eterno deseo del hombre de parecerse al dios unigénito imitando a los dioses del Olimpo.
En estas tierras de Jaén el “paniaceite” (pan y aceite, o pan con aceite) recibe varios nombres, como el muy extendido de hoyo, más castizo cuando se aspira la hache y suena “joyo de paniaceite”, también llamados “cantos”, en alusión a la “orilla” de la hogaza a la que habremos de quitarle el migajón y empaparle el “bujero” con aceite de oliva virgen extra y el “churre de un tomate estrujao“. Hecho esto habrá que volver el migajón a su sitio, coger el “cucharro“, que así le llaman en Baños de la Encina, con la mano izquierda e ir dándole cortes con una navaja desde la mano derecha. Cada corte de pan de esta preparado ira acompañado de un poco de bacalao crudo, es lo tradicional, o “sardinas encubás“, las sardinas arenques de toda la vida, o el “tocino entreverao“, y se puede acompañar de cebolleta y rabanillos.
Al “cucharro” le viene el nombre, etimologías rebuscadas aparte, del parecido que tiene el “canto” o trozo de pan de la orilla de una hogaza, una vez que le hemos quitado la miga central, con una vasija hecha con una calabaza seca, de esas que llevan los peregrinos a Santiago, en la que se le ha hecho una brecha en la panza y se utiliza para trasegar vino o vinagre de una tinaja a otra. Del sentido de oquedad, concavidad, que nos sugiere la palabra “cucharro“, nos da idea el significado de dornillo de madera que se le da en Huelva. A fin de cuentas, la palabra cuchara también tiene la misma raíz y el mismo sentido de la parte cóncava que se puede llenar de algo liquido o sólido. En Sevilla una vianda con casi los mismos componentes es llaman “cúcharo”, acentuado en la u.
Este gastrósofo andariego, ante el universo que cabe en un simple y sencillo trozo de pan con aceite, sólo es capaz de recordar la dedicatoria que Lucie Bolens plasmó en su libro sobre la cocina andaluza, y como ella, escribo esto para los que comparten el sueño de una sociedad fraternal sobre la que planearía la sombra inmensa de Don Quijote el asceta, perdonavidas de molinos de viento, inseparable de Sancho Panza, a algunos pasos de mula, pelando sus bellotas… y comiendo pan con aceite.
Pero en estas cosas del espíritu cuando andan por medio metáforas que pueden comerse, sigo la escasa luz del fuego mío, como ya nos dejara dicho don Francisco de Quevedo en uno de sus muy interesantes escritos.
José María Suárez Gallego
(El rincón del gastrósofo)