Gastronomía

El ajoatao, la salsa del cordero segureño

Decía el sabio pitancero Isaac Israélicus, quien vivió allá por el siglo X, en un texto titulado De Oleo que vio la luz en tiempos del papa León X y el emperador Carlos (siglo XVI), que ante todo es el aceite lo que le da sabor al alimento. Y el único que puede ser llamado aceite es siempre, se diga lo que se diga, el aceite de oliva, sublimado en su calidad virgen extra. El aceite de oliva es el que atenúa la sequedad de las fibras de la carne, el que exalta lo suave y lo dulce, el que atempera los gustos demasiado fuertes, el que lleva el sabor de las viandas al nivel deseado, el que en las cosas del paladar no se discute.

Y cuenta el viejo Heródoto, por su parte, cómo la razón última de que las pirámides del antigua Egipto se hicieran realidad, no fue otra que haber alimentado con ajo crudo a los miles de esclavos que las construyeron, lo que les mantuvo la salud y les dio fuerzas para soportar el trajín de tan descomunales piedras y tan certeros látigos. La misma fuente de vitalidad buscaron en el ajo los atletas y luchadores griegos, y los soldados de las legiones romanas que lo tomaban como tónico estimulante. Durante varios milenios ha sido utilizado el ajo como desinfectante y el aceite como bálsamo sanador, y en la obscura noche de los tiempos que fue la Edad Media, se utilizó el ajo hasta para ahuyentar a meigas y malos espíritus y librarse de magias.

A tenor de todo lo dicho, es el ajoatao, acrisolado en las profundidades del viejo mortero de loza al compás de una maza de madera, la síntesis de ancestrales culturas. Aceite, ajo y sal que en amorosa coyunda parieron en los albores de la Historia, a caballo de dos imperios, el de Roma y el de Egipto, el all-i-oli, bandera de las cocinas del Mediterráneo que en las tierras de Jaén encontraron su estandarte en el ajioli jaenero o en el más cazorleño ajoaceite o ajolabrao. Fiel a su misión, el aceite de nuestra oliva picual atempera los sabores fuertes del ajo, misión en la que encuentra la cómplice ayuda del no menos legendario y universal huevo. Pero no debe acabar aquí esta historia. A partir de 1768 comenzaría a cultivarse en la Península Ibérica, en Mondoñedo concretamente, la patata de los imperios americanos precolombinos, pues hasta entonces y hasta Colón sólo había servido como engordadera de cerdos y moyuelo de corral. Acabará también la patata con sus sueños del templo del Sol en el fondo del mortero de mármol o loza, nunca de madera, para convertir el ajioli en el definitivo ajoatao de los doce municipios de Segura de la Sierra.

Y como compañero de viaje del cordero segureño, cuando éste ha conocido ya las ascuas, campea el ajoatao por nuestra cocina siempre con sed de nuevas culturas y nuevos sabores. De este modo se le liga con tiras de bacalao, metiendo la cultura celta por medio, tenemos lo que en los confines de la vecina Sierra de Alcaraz conocen por atascaburras que por mor de la buena vecindad y porque las cosas del comer no tienen fronteras, alguna que otra vez aparece untado en el pan de estas tierras jaeneras.

Que ya oyó decir repetidamente este gastrósofo andariego que a “carne tiesa, salsa espesa”, y para ello el ajoatao se pinta solo.

José María Suárez Gallego

El Rincón del Gastrósofo.

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